sábado, 27 de septiembre de 2014

BAJO SU PIEL 6

Capítulo final: Azucena es el cofre del tesoro.

 

¿Alguna vez le ha pasado que se le cae un objeto de cristal y se estrella con excesiva fuerza  contra el suelo? Aunque se recuperen todas las partes, ya sólo se puede intuir la forma que solía tener. Eso se puede decir de esta historia. No obstante, el resultado fue congruente. Creo que sería aburrido detallar cada testimonio y objeto que jugó el papel de astilla desperdigada -para seguir con la analogía- pero éste fue el resultado, y debe estar  cerca de la verdad completa, ya que se llegó a lo que importaba: la ubicación de los antiguos tesoros de nuestra tierra.  

La señorita Azucena Blancarte encontró el secreto de Joaquín, y descubrió que llegaba a la casa del doctor Enríquez y la que actualmente pertenece a los Ayala, pero que entonces era morada de otra familia, de la cual formaba parte un joven cadete. No se sabe si sólo por su cumpleaños, o con pretexto de encontrar esposo y no seguir en manos de su “tío” viudo, Azucena convocó a una fiesta, y eligió como pretendientes precisamente al doctor y al cadete. Pero en realidad lo que buscaba era a los cómplices perfectos para trasladar las riquezas paulatinamente a su dueño original: el pueblo. ¿Qué cómo es que  se demostró que Azucena y sus dos amigos no querían quedarse con todo? Porque el status económico de los tres al parecer no varió (del cadete no se sabe mucho, excepto que terminó sus días debajo de nuestro patio), porque no huyeron en los muchos años que duró su plan, y porque al estallar la guerra ese plan se transformó en uno nuevo e igualmente noble: ayudar a las personas a resguardar a sus familias y sus bienes. Entre ellos estaba el dueño de una tienda de pianos, que se construyó una bodega, por ejemplo. Tanto tiempo estuvieron subiendo y bajando a construir refugios allí, que hasta terminaron aprovechando el salón abovedado sin terminar del cuarto brazo del túnel para hacer un salón de fiestas. Así, mientras sobre su cabeza se fraguaban los horrores bélicos que inspiraron a Mariano Azuela, ellos danzaban y convivían, para fantasear por un instante con que no se les había desmoronando  la vida. No sólo era una fortaleza de protección para un nutrido grupo de ciudadanos, sino también un escape de su realidad brutal. 


En cuanto a los bienes que Azucena le confiscó a Joaquín, en nuestras casas no había nada, así que en alguna cámara subterránea tenía que estar el sitio donde se guardaban los preciados objetos. Tras revisar cada intersticio, los antropólogos encontraron en aquel salón en ruinas que, debajo de la pata de lo que solía ser otro gran piano, la última loza del suelo de mármol tenía una pequeña cerradura. Por supuesto, lo “fácil” era destruir el piso y olvidarse de la llavecita que abría la trampilla, pero este descubrimiento ya es patrimonio de la nación, la estructura del salón está, de por sí, dañada por la naturaleza, y, como les comenté, están pensando en aprovechar este bonito lugar como atracción turística. Además, en teoría sabíamos dónde estaba la llave: bajo la piel de un muslo de Azucena. El problema es que en 1921 encontraron el cuerpo acribillado de  Joaquín, en una casa ya prácticamente vacía, pero el de ella, jamás. Obviamente, el cadete iba a darle el mensaje al doctor de dónde estaba Azucena, cuando él mismo fue alcanzado por algún grupo armado que había descubierto el recinto. “Detrás del ar…”, decía lo que alcanzó a dibujar en la pared, ¿ar …mario? Es posible que el doctor no lo haya visto, pues decidió sellar la entrada para siempre, seguramente lleno de dolor por el desenlace trágico del intento por salvar a su localidad, o por lo menos alguna parte de ella, o simplemente por su propia seguridad. Luego se vino encima el resto del siglo XX, y el doctor calló, hasta que su demencia  le sacó fragmentos de la gran aventura. El caso es que “armario” era lo más lógico, pero en la que fue casa de Azucena ya no quedaba ni un vestigio congruente de mobiliario, y en las nuestras ya se había cambiado como cinco o seis veces a lo largo de generaciones, ni las paredes no estaban huecas. Tal vez era un esfuerzo inútil y Azucena huyó. Eso sospechábamos, cuando, en la habitación subterránea en cuya pared pendía el retrato desolador de unas niñas, por fin encontraron detrás de lo que al parecer era, en efecto, un armario, un ataúd empotrado en la pared de ladrillo. Adentro estaba el esqueleto de una mujer con un vestido casi intacto, y, recargada en su fémur, la llave. Por fin, los cuerpos de Azucena, el cadete desconocido, y ciento y pico personas que murieron por impactos de bala, o (se presume) inanición, tuvieron un entierro digno, y la pesada loza de mármol descubrió el tesoro local que por largo tiempo cobijó. Ojalá que esto sea un símbolo de que las cosas se pondrán en orden, que nuestros muertos descansarán y el dolor se irá de nuestra tierra, pero a veces ya no sé si es pedir demasiado. En fin... muchas gracias por su atención.
 

 

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