miércoles, 12 de marzo de 2014

EL MONO DEL BOSQUE DE PIEDRA.

Mi abuela, desde hace tiempo, quería viajar a China para conocer a su amiga por correspondencia. El verano pasado la acompañé, por fin. La señora Niam, su amiga, vivía en la ciudad de Kunming, en la provincia de Yunnan. Cerca de allí está Shilin, donde se encuentra el famoso bosque de piedra, que es algo así como un gran parque turístico, y mi abuela pensó que sería una gran idea quedarnos dos o tres días en este hermoso lugar. Nos registramos en un hotel, y aprovechamos para tomar la visita guiada, junto con Niam, para mirar las formas de roca erosionada, que los chinos han nombrado de acuerdo a los objetos y animales a los que se asemejan, como "el elefante sobre una tarima". En la tarde, la abuela partió a pasar el rato con Niam, y yo tomé una ducha. Cuando salí a la habitación, me sobresalté al percatarme de unos ojos profundos que me observaban a través de una rendija entre las persianas. Grité, y estaba a punto de lanzarle algo al voyerista para que no escapara, cuando apoyó su mano gris, enorme y corrugada en el cristal, y descubrí su verdadera naturaleza. Era un simio, uno con una mirada tan humana que resultaba perturbador, pero primate al fin. Abrí la persiana y la ventana y se quedó sentado en la terraza, mirándome con una sonrisa fija. Le pregunté "¿Qué quieres, amigo? ¿comida?". Le ofrecí un mango y negó con la cabeza. Extendió su dedo inmenso hacia mí, y luego se largó. Creí que se estaba burlando. Me encongí de hombros y volví a mis asuntos. Al día siguiente, el animal reapareció, pero esta vez traía consigo un cuenco de madera. Asumí que ahora sí me aceptaría una fruta, o más bien varias, pero rechazó mi ofrecimiento de nuevo, y luego azotó el cuenco contra el piso mientras me ignoraba. Volví a entrar, sin entender lo que pretendía, o si esperaba algo de mí en absoluto. Lo vi marcharse un minuto después, encaramado entre las rocas y los árboles. Dejó el cuenco en la terraza. A la siguiente mañana, ya no sólo estaba allí el cuenco, sino que mi nalgón nuevo amiguito había traído una camisa raída, una muñeca de trapo y un tenedor de plástico para bebé, y con estos objetos formó una especie de altar.

--Yo creo que le caes bien, y te trajo unos regalos-- fue la teoría de la abuela.

Más tarde, salimos a visitar otros poblados vecinos, y, cuando regresamos, el chango estaba recostado a sus anchas en mi cama y había roto el cristal de la ventana para acceder a la recámara. Me puse furiosa, mientras mi abuela y Niam se ahogaban de la risa. El simio comenzó a saltar como sicótico y a apuntarnos hacia la ventana, y luego corrió al alféizar, yo creí que para evitar el zapato que estaba a punto de lanzarle, pero se quedó expectante, y simplemente lo esquivó. En su inglés entrecortado (no mucho mejor que el nuestro), Niam nos sugirió que tal vez esperaba que lo siguiéramos. El par de ancianas, obviamente, no pudieron averiguarlo, pero yo a estas alturas ya tenía la certeza de que el simio había estado tratando de decirme algo, y, al no tener algo mejor que hacer, aparte de tomar de nuevo el tour entre el montón de piedras o ver televisión en mandarín, fui detrás de él.  Al principio, lo perdí, porque no tomó en cuenta que yo no tenía sus capacidades físicas, pero al ver que pensaba dejar de seguirlo, regresó y me esperó. Aunque logró entender que yo sólo podía caminar por los senderos y escaleras, caí dos veces, y en una de ellas me raspé la rodilla. Con mi pierna izquierda llena de sangre, llegamos por fin al lugar que quería mostrarme, pero yo sólo veía una roca en forma de torre, cuya extensión ni siquiera alcanzaba a distingur, lisa como una pared.

"Pinche chango", dije, pero él empezó a raspar el suelo y entonces percibí que había un agujero en la roca. No sólo era un agujero, sino que después de una concavidad profunda en la tierra, estaba una cueva escondida. Me asomé, y adentro descubrí a un anciano que conversaba animadamente con un grupo de esqueletos. No supe qué hacer, y, antes de que me viera, regresé al sendero y llamé a la abuela para que notificaran a la policía.
Resultó que aquel señor se había perdido hacía un par de años y su familia lo buscaba con desesperación. Estaba desorientado, pero no loco. Los objetos que estaban en nuestra terraza eran suyos. Los esqueletos tenían algunos siglos de antigüedad, y no se sabe qué hacían allí, aunque se especula que eran unos exploradores sin mucha suerte. El simio, con quien me tomé una fotografía que exhibo en mi casa, era la mascota del pobre hombre, y el motivo por el cual está vivo, cuerdo y con su familia, quienes ahora también son nuestros amigos por correspondencia.

Image courtesy of Jesse Piercy / FreeDigitalPhotos.net
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