miércoles, 12 de junio de 2013

MELODRAMA EN EDRÓPOLI, parte 2


EL HIPERCUBO AL INFIERNO


Image courtesy of Victor Habbick at FreeDigitalPhotos.net
El dodecaedro veintiséis es un humedal inmenso y helado, repleto de islas giratorias en forma de icosaedro truncado, forradas de carrizos ásperos y retorcidos. Hay poca población porque la mayoría de las islas giran en sentido vertical, lo cual implicaría que los hogares se hundieran cada tanto en las aguas pantanosas y gélidas, a bordo de una rueda de la fortuna letal. Es por ello que sólo están pobladas las islas que giran sobre la superficie como carrusel. Sus habitantes tienen muy bonitas casas, pero están siempre mareados, y el ministro que se encargó de la primera boda de Clarisa y David, un ancianito con artritis, se tardaba mucho en hacer cada cosa. No le atinaba a su rostro al ponerse los lentes, y extendía los documentos con una parsimonia exasperante, mientras la mesa se le recorría hacia la izquierda. La ceremonia duró una hora, treinta minutos más de lo debido. Al término, Kiki y Rodrigo se vomitaron en el pasillo nupcial, justo cuando Mónica les tomaba una foto a los novios.

El veinticinco también es un humedal, pero mucho más cálido; las porciones de tierra son más regulares y, por suerte, inmóviles. Al llegar al lugar indicado, el sacerdote que oficiaría la segunda ceremonia estaba indispuesto, así que Enri se ofreció a tomar su lugar. Todos lo miraron con asombro, pero él ni siquiera se dio por enterado y galopó con tosquedad hasta la ventana de la sala de estar del segundo piso, pateando todas las queridas mecedoras de citrino de Clarisa, para gritarles a unas tales Suzette y Apolonia. Una mujer voluptuosa con un escote pronunciado y otra flaca, fibrosa y alta respondieron al llamado desde la casa de Nicole.

—Dinos, maestro.
—Chicas, voy a celebrar esta boda, necesito su ayuda.
—¡Qué honor!

Ya estacionadas ambas casas, Suzette y Apolonia aparecieron en la puerta cargando dos enormes maletines, envueltas en unas túnicas de gasa que no les cubrían nada. Cuando las dejaron pasar al salón, colocaron una alfombra de topacios y hiedra en forma de camino y encendieron una cantidad industrial de incienso. Después de efectuar una danza de gestos larguísima, les pidieron a todos que salieran de allí, porque el espacio tenía que estar vacío durante dos horas, para purificarlo. Los jóvenes aprovecharon para jugar con el proyector de David en los pantanos, y lo rompieron.

Del otro maletín, Apolonia sacó el traje ceremonial de Enri, una pijama con un estampado de ojos, y un chaleco de felpa gigantesco con un cuello de varas de amatista. Sin desprenderse de sus tenis viejos, ni hacer nada con sus rizos negros desaliñados, que le caían sobre el rostro en diagonal, Enri se colocó su indumentaria con un complicado procedimiento, que incluía muecas similares a las de la danza de sus discípulas, tras desnudarse sin el menor pudor enfrente de todo el mundo. Como la familia de Clarisa no entendía lo que estaba pasando, y Pedro y Lorena estaban furiosos con el espectáculo, lo único que le quedó a David fue asegurar que su hermano tenía permiso para efectuar ceremonias, y ésta era una emergencia. El rito constaba de siete estadios que simbolizaban el camino de la vida, y culminaba en una reflexión de la pareja, en la que debían contestar una serie de preguntas frente a un espejo, con una duración de ocho horas. Todavía seguían en esta última sección, cuando ya faltaba poco para la boda del dodecaedro veinticuatro.

Lorena y Pedro no habían entrado porque les pareció una apostasía abominable y, sobre todo, una payasada. Luis se había quedado con sus padres en la cocina a hacer pedazos a Enri, cosa que los tres disfrutaban desde la desventurada ocasión en que lo conocieron, y para lo único que Lorena y Pedro se dirigían la palabra. Luis advirtió en el telescopio que había cola en el hipercubo de transición y llegarían tarde al siguiente compromiso. Bajó a la cabina de control para adelantar la casa hasta la fila, pero David había dejado el acceso con llave. Después fue varias veces al salón para preguntar si ya casi terminaban, pero Suzette entreabría la puerta y le hacía señas de que guardara silencio. Finalmente, Luis perdió la paciencia e irrumpió tronando los dedos y con el rostro encendido.

Cuando llegaron al hipercubo, ciertamente había una enorme cola para ingresar, lo cual desencadenó un inevitable enfrentamiento entre Luis y Enri, que tenía más que ver con una vieja rencilla, que con la interrupción de la boda o la contingencia de tránsito. Enri cerró la pelea recomendándole a Luis que si tanto le urgía meterse al hipercubo, porque no tomaba de una vez el que lo llevara directo al infierno, con lo que se llevó un puñetazo colérico en la nariz.

Por fin, el agente le indicó a David que abordara la cara cinco del hipercubo, y se procedió a traslaparlo para entregar a los viandantes a sus diferentes destinos.  El D-veinticuatro es una ciudad mecanizada en la que todos sus habitantes son empleados de gobierno. Se yergue a orillas de un mar frío, gris y picado con una altísima concentración de amoníaco, y es una maraña geométrica de rampas y elevadores. No había más lugar para estacionarse, excepto junto a un remolino de licuación, por lo que Luis se vio obligado a fingir que tenía reacción alérgica. Lo único que tenían que hacer allí era un mero trámite, y bastó con colocar una moneda en la plataforma del puerto, para que la rampa y los elevadores se accionaran para llevarlos a todos a la oficina KIU-D24, en lo alto de un edificio negro, donde sólo bastaron unos cuantos sellos oficiales indelebles en el trasero de los novios, para validar que ahora se pertenecían el uno al otro. Lo engorroso fue, como siempre, el registro en los cubos de datos.

Entrar al veintitrés, cosa que todos deseaban con ansia porque el dodecaedro veinticuatro es lo más aburrido que puede existir, fue más sencillo porque la organización del hipercubo en esta zona es impecable, y el traslape a la velocidad de la luz, cosa distinta al veintitrés, donde todo es un verdadero caos. Allí, está lleno de mercados y centros nocturnos, que se levantan con un absoluto desorden en tres pisos tetraédricos.

—¡Fenomenal! Aquí si podemos abrir el bar —exclamó Rodrigo.  Él y su hermana Mónica se precipitaron a conducir el establecimiento hasta la verde playa, en donde consiguieron un nutrido grupo de parroquianos, entre ellos varios de los invitados a la boda. Abundaron los baños de alcohol, por lo que todos, en especial Rodrigo, Sandra e Hilda, estaban en un alto estado de ebriedad durante la boda esa noche, lo cual no importó demasiado, porque el ministro prácticamente aplaudió la fuerte borrachera de la concurrencia, aliviado por dentro de que eso desviara la atención de la propia.  

La fiesta siguió toda la noche. Algunos armaron la bohemia en el bar, otros visitaron los mercados y se compraron cuanta baratija se les puso enfrente, y algunos más prefirieron las discotecas del último piso. Mientras, Hilda descubrió que rentaban trajes de fibra de vidrio y butilo para nadar en el mar, que allí tiene una concentración de químicos relativamente baja. Ella, junto con Lilí y Beatriz, rentaron unos y se metieron al agua, que a esa hora fosforecía en vetas de amarillo, verde y rosa. Cuando Beatriz se adentró tanto que la perdieron de vista, Lilí pensó que era el momento adecuado para deshacerse de su hermanastra. Descubrió una jaula de las que usan los científicos para descender a estudiar el fondo del océano y retó a Hilda a una carrerita, para encerrarla allí y patear la caja fuera de la vista de los demás, a una cueva donde pudiera respirar, pero no pedir ayuda. Después se inventaría que Hilda se fue porque ya no quería vivir con ella y su padre. El plan marchó a la perfección, pero no contaba con que Beatriz sabía bucear en aguas profundas, donde descubrió a Hilda y la liberó. A continuación, se suscitó todo un drama familiar para Jesús, puesto que Hilda acusaba a Lilí de haber intentado asesinarla, y Lilí la acusaba a ella de seducir a su padre.

Clarisa y David habían programado una bendición de la chamana suprema en el dodecaedro veintidós. Allí no hay una sola gota de agua, sólo extensiones de tierra seca y estructuras flotantes, y hace un calor indescriptible. El vaho sube desde la arena y se cuela en los huesos de una forma que induce a la locura. No obstante, las personas en el D-veintidós ya están acostumbradas al clima, llevan una vida como cualquier otra, montados en sus estructuras, y controlan las alucinaciones que sufren.

Aunque el malestar era compartido, Pedro dio rienda suelta a su hipocondría, seguro de que se había evaporado el protoplasma de sus células, y estaba próximo a morir. Se recostó en el suelo de la planta baja, el único lugar fresco, y se dedicó a demandarle cosas a su hermana Thelma, que obedecía sus peticiones absurdas sin chistar.

Thelma se comportaba así porque tenía problemas económicos graves desde que enviudó, y Pedro, su hermano, les proporcionaba una pensión a ella y sus hijas. A cambio de eso, se transformó en su enfermera, y casi asistente personal. Sandra, por su parte, tenía un trabajo en donde ganaba un poco más para mantener a su hija, y con el que esperaba prescindir de la ayuda de su tío, pero nadie sabía de qué se trataba y, al ver su forma de vestir y maquillarse, las personas preferían abstenerse de preguntar. La familia Arista, excepto Clarisa, trataba a Thelma e hijas con displicencia, rara vez las invitaban a nada, y sólo cuando necesitaban algo de ellas recordaban su existencia.

Thelma tuvo que cargar a Pedro en sus espaldas hasta la casa de la chamana. La mujer ya tenía muchos años en su puesto, y siempre había un tumulto alrededor de la estructura en que vivía, por lo que estaba harta de ejercer sus funciones y no fue una experiencia tan mística e inolvidable como esperaron. Pasó sus hierbas por los convidados de forma mecánica, y declaró la bendición de memoria con la mayor velocidad de la que fue capaz. Entretanto, algunos se quedaban medio dormidos, entre el sopor y la resaca, y Pedro aprovechó para pedirle que le pusiera los ungimientos mortuorios de una vez. Por supuesto, y sin sorprender a nadie, al día siguiente ya estaba jugando tonchi-tong con Luis como si nada.

El veintiuno es otro desierto, menos caluroso pero oscuro, porque hay una espesa capa de nebulosas que tapan las lunas. Después de cumplir con la siguiente fase de su boda, Clarisa y David, con las plantas de los pies llenas de cortadas y ulceraciones por la alfombra de topacios y hiedra, importunados sin cesar por desavenencias ajenas y protestas de todo tipo, quemados por el clima del D-veintidós, con insomnio y un malestar estomacal severo por los cambios constantes, empezaban a preguntarse si no era un error todo ese asunto del viaje. Prefirieron suponer que sólo necesitaban un descanso, y se escaparon con una lámpara a dar un paseo por la arena azul, para relajarse y tener un instante que sólo fuera para ellos dos.

En el dodecaedro veinte hay una preciosa ciudad hecha enteramente de kunzita, que se refleja en un lago cristalino y plácido. Después de la tregua que se tomaron, Clarisa y David estaban más optimistas. Recargados el uno en el otro, observaron los edificios altos y limpios de la ciudad lila, y tendrían que atesorar aquellos momentos de sosiego, porque ya no encontrarían ninguno en el resto del itinerario.





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