Atzin, el espía buscador de quetzales.
El tlatoani se movía impaciente
sobre su silla de tule, mientras que su criado hundía las uñas en la pared, en
una lucha para que el señor no notara el disgusto que sus nerviosos vaivenes le
causaban.
Era una mañana soporífera, y,
para colmo, el pochteca Atzin no llegaba de su misión, cuando había
prometido que lo haría desde hacía tres días.
—No me gusta este día— chillaba
el tlatoani —los dioses están de mal humor, y yo también.
Dicho esto, se quitaba alguna
joya, o tomaba una de las muchas viandas que le tenían dispuestas y las tiraba
al piso. El criado, que prefería ser el próximo sacrificado para contentar a
los dioses, que recoger otra de las mugres cuentitas de jade embarradas de
chocolate que se desparramaban por toda la estancia una y otra vez, le propuso
a su alteza que le permitiera salir a la ciudad a preguntar si alguien había
visto a Atzin, tal vez impresionando a las muchachas en el mercado, como le
gustaba hacer.
El tlatoani aceptó, en espera de
buenas noticias, pero éstas nunca llegaron, porque
Atzin
aún estaba muy
lejos de la ciudad de México-Tenochtitlán.
Atzin
tenía una inteligencia
práctica extraordinaria, y por eso el viejo comerciante con el que trabajaba,
que no tenía hijos, le había heredado su puesto. De esta forma, ascendió de ser
un pobre cargador de mercaderías en su infancia y adolescencia, a ser el
comerciante en jefe de su equipo y el más respetado y exitoso planificador de expediciones.
El talento que le había dado la gloria era su forma tan eficiente de buscar y
atrapar quetzales: los atraía con un suave canto que él se había inventado, y
conducía a las aves, como en un trance, hasta la jaula, o les desplumaba el
trasero sin que éstas se dieran por enteradas. El tlatoani, que era fanático de
los penachos y los bordados de pluma de quetzal, quedó encantado con los
obsequios de Atzin, pero comenzó a considerarlo como su favorito, e incluso
como su amigo personal, porque sabía relatar muy bien todo lo que veía en sus
viajes, mejor que ningún otro de los espías-comerciantes del Imperio. Tenía una
memoria prodigiosa, y sabía transformar tan bellamente sus recuerdos en
palabras, que el tlatoani había mandado llamar a un pintor-escribano para que registrara
sus relatos en códices, y así revivir las fabulosas aventuras de
Atzin
una
y otra vez.
Atzin
tenía sus itinerarios, personales y profesionales,
fríamente calculados. Su obsesión con controlar cada detalle empezó a ser excesiva a raíz de la muerte de su amada esposa, Meztli. Por eso, sabía dónde
había más y mejores ejemplares de quetzal, cuánto tiempo se tardaría en
recorrer cada distancia, cómo mantener a los animales en perfectas condiciones,
la cantidad exacta de alimentos y atole instantáneo que debía llevar la
comitiva, y pasaba las horas, a veces sin dormir, pensando en técnicas para superar
los percances propios del camino.
En sus inacabables pesquisas, había descubierto que las aves
más hermosas y coloridas se encontraban más al este de su acostumbrada zona
de trabajo, y les comunicó a sus colaboradores -que se hacían llamar Los
Tlacuaches, en honor al nombre del equipo que conformaban en el juego de
pelota- que proyectaba aventurarse más allá de los límites conocidos. Estaba
seguro de que regresarían el día ocho conejo, y así se lo dijo al tlatoani. Éste
lo esperó con ansia, porque necesitaba urgentemente conocer más del poderoso y
sabio pueblo del sur, con quien mantenían una fuerte competencia, para saber si
debía atacarlos o abstenerse.
Por eso mismo, las cosas no
resultaron como Atzin imaginó, y se encontró
en serios aprietos. Para empezar, él y los Tlacuaches tuvieron que adentrarse
en una espesa jungla repleta de animales carnívoros y ponzoñosos. Ese no fue
tanto problema, porque ya estaban acostumbrados a abatir toda clase de bichos
agresivos, pero las cosas se pusieron realmente feas cuando hizo su aparición un conjunto
de comerciantes lujosamente ataviados, de por aquellos rumbos, que los superaba
en número. Eran unos tipos de lo más raros, con la cabeza
alargada en forma de vaina de cacao, y ni ellos, ni sus mascotas, unos micos
con los dientillos afilados, tenían cara de ser amigables con los merodeadores.
En un principio, como era su costumbre,
Atzin
intentó negociar con los
líderes, ofreciéndoles joyas y telas, a cambio de que les dejaran llevarse
unos diez quetzales. Pero estos individuos no sólo no estaban dispuestos a
ceder ni un solo pájaro de los que habitaban en sus dominios, sino que pretendían
tomar a
Atzin
y sus hombres en calidad de prisioneros. La pelea sin tregua
no se hizo esperar, y, evidentemente, los Tlacuaches llevaban las de perder.
Al
igual que el resto de sus amigos, la suerte de
Atzin
habría sido funesta,
si no fuera porque uno de los micos se robó el broche de oro y turquesa que
Meztli llevaba siempre en su cabello, lo único que le quedaba de su amada.
Atzin
persiguió al primate por una gran extensión de la
selva. Cuando por fin derribó al chango, que se defendió rasguñándolo como orate, y le quitó el preciado
broche, un mal paso hizo que Atzin cayera por una pendiente. Perdió el sentido y, cuando
despertó, ya no estaba en lo agreste, sino en una oscura habitación, recostado
en el suelo, y alguien lo observaba desde la penumbra…
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