La Dama de Blanco
En la jurisdicción de Ekab heredó
el gobierno alguna vez la mujer más brava, soberbia e insoportable de toda la
región. Cuando su padre murió y tuvo que convertirse en la Halach Uinik, Amankaya era impulsiva, en ocasiones violenta,
parlanchina hasta reventar y siempre esperaba que las cosas se hicieran a su manera,
o más bien a su capricho. Tenía una enorme fascinación por la caza y las joyas,
y un secreto desprecio por sus súbditos, que la convertían en una persona frívola, grosera y perezosa. Pero no todos le iban a tener la paciencia
infinita que le profesaban sus padres, y, hartos de los golpes en la cabeza que
les propinaba su señora con su cetro de maniquí cuando algo no le parecía, sus
acompañantes en una tarde de caza la abandonaron a propósito en mitad de la selva,
a sabiendas de que no le pasaría nada, e iba a regresar. Una vez que estuvieron
en el templo ceremonial fingieron que Amankaya se había alejado del grupo y que
estaban preocupadísimos por no haberla encontrado.
Entretanto, Amankaya sabía en
efecto cómo regresar a casa y no tenía miedo, de lo cual fanfarroneó a pesar de
que no tenía más interlocutores que un par de iguanas. Pero, de pronto,
mientras cazaba un venado, percibió entre la espesura de las plantas perennes
lo que parecía un mono araña que emitía ligeros chillidos. Pensó que tal vez
podría añadirlo a su colección de mascotas, pero al acercarse descubrió que no
era un mono, sino un niño de aproximadamente tres años. Era pequeño y delgado, y estaba aterido de terror. Amankaya se sintió conmovida al
ver a la pobre criatura perdida, y le preguntó qué estaba haciendo allí. El
niño, con su lenguaje deficiente, le explico a Amankaya que se llamaba Bej, y que
estaba jugando con sus hermanos, pero se alejó de más y terminó extraviado. Amankaya entendió también que vivía en la costa, y pensó que para ella no sería nada
difícil regresarlo con su madre. Lo tomó de la mano, y lo condujo sin problema
a la orilla del mar, donde el niño sonrió de oreja a oreja al reconocer su
aldea. Al mirar abajo y ver la carita sonriente que Bej le regalaba, sin un
ápice de malicia y sin necesidad de un motivo mayor que la perspectiva de
volver a su hogar, nació un calor en el centro del corazón de Amankaya que
nunca había experimentado. El pequeño le señaló una choza, rota por todos lados
y manchada de lodo, y corrió hacia ella. La madre escuchó a su hijito y salió a
recibirlo, y para agradecerle a la amable muchacha que se lo había regresado,
le ofreció una bebida sencilla. En el interior de la choza, Amankaya descubrió
un grupo de niños de diferentes edades, igual de famélicos que Bej, y se sintió
sobrecogida una vez más, en especial al ver cómo se alegraban de tomar las
simples viandas que su madre les extendía. En lugar de compadecer su pobreza,
ella fue la que se sintió miserable. Tuvo una especie de epifanía, en la que
pudo verse a sí misma desde la distancia, exactamente como era. Comprendió que
a pesar de su situación privilegiada, el amor de su familia, la educación
exquisita y las riquezas que ostentaba, nunca se le daba gusto con nada, ni le
había encontrado la verdadera utilidad a su alto rango.
Pasó toda la noche caminando y
reflexionado en la arena blanca, sobre las muchas bendiciones que le habían
otorgado los dioses y las verdaderas responsabilidades que pesaban sobre sus
hombros. Cuando volvió al día siguiente, sus hermanos, los bataob, reunidos para una junta de consejo importante, ya estaban a
punto del colapso nervioso. Ella no sólo los tranquilizó, sino que se disculpó
por haber tardado, ante lo cual ellos se quedaron de una pieza. Era sólo el
principio de una profunda transformación.
Amankaya siguió siendo extravagante,
iracunda e insufrible, pero trabajó como nunca en un programa a favor de los
desvalidos, accedió a casarse con el jefe Ikal, acto que consolidaría
importantes lazos comerciales y diplomáticos en el Imperio y se decidió a pasar
más tiempo con sus hermanos y su madre, para los que organizaba espectaculares
fiestas a menudo. También visitaba a su amiguito Bej y su familia, aunque
durante muchos meses tuvo tanto trabajo que no pudo ir a la playa a pasar un
buen rato con ellos. Cuando al fin pudo volver, no encontró la choza de Bej. Le
preguntó a una anciana que descansaba sobre una roca si sabía lo qué había pasado, y ésta le explicó que todos habían muerto. La madre falleció durante
un ataque de un grupo enemigo, y sus niños, que quedaron a cargo de una tía, se
fueron consumiendo uno a uno por el hambre y la tristeza. Bej había muerto al
último, apenas unos días antes de que Amankaya volviera.
Después de eso, Amankaya abandonó
la suntuosidad de sus vestidos y sus costumbres, y decidió ir siempre de
blanco y sin adornos. Se volvió prudente, pacífica, amable y, al paso de los años,
sabia. Ayunaba con frecuencia, ya no tenía excesos de ningún tipo, y había filas
enormes afuera de su palacio, porque la gente quería su consejo antes de tomar
decisiones. En lo que más destacó Amankaya fue en su labor humanitaria, que
efectuaba la mayoría de las veces en persona. Fue muy célebre en todas las
jurisdicciones, conocida con el sobrenombre de la Dama de Blanco.
Su fama había llegado mucho más
allá de las fronteras, y Atzin escuchó desde niño las leyendas de la bondadosa
y fuerte halach, incluida su misteriosa desaparición, que ocurrió más o
menos cuando él iba al Calmecac, y que tenía vueltos de cabeza a los mayas, quienes
excedían esfuerzos tratando de encontrarla. Siempre oyó que la describían como
una mujer atlética e inteligente, con la determinación de un guerrero y el corazón de
una madre, elegante, aunque sobria, e imponente incluso ante sus enemigos. Cuándo
demonios se iba a imaginar Atzin que la anciana sucia que tarareaba
frente a él, despatarrada en el piso, con la cara llena de pulpa de mango y que se espulgaba
los piojos, era la mismísima reina Amankaya.
Tras recuperarse del aturdimiento
y el dolor de cabeza, Atzin trató de comunicarse con ella, pero no se entendían…
en muchos niveles. Después de varios intentos fallidos con señas y ruiditos,
Atzin decidió dibujar algo, que indicara que él venía en paz de la lejana Tenochtitlán
y lo único que quería era volver a casa. La mente de Amankaya estaba muy
confundida, y, también por medio de dibujos, muy bellos por cierto, lo cual delató su nivel educativo, expresó lo
que ella firmemente creía: que Atzin era el pequeño Bej perdido en la selva, y
que con mucho gusto y amor lo llevaría a su choza en la playa.
Atzin comprendió, porque conocía
la historia de Bej, que se trataba de la gran jefa perdida, y un conflicto
ético se apoderó de él: ¿debía regresar a la buena mujer que le
salvó la vida con sus angustiados hijos, esposo, hermanos y súbditos, como él
hubiese soñado que le regresaran a Meztli y al hijo que iban a tener, o informarle
al tlatoani, como era su deber profesional, que tenía a su merced a un
personaje amado por el pueblo rival, con lo que podría manipularlos? Su conciencia
no podría soportar ver a la admirable Dama de Blanco convertida en pozole para
rey, o en un objeto de chantaje político, pero ocultarle un dato tan valioso al
tlatoani podía costarle muy caro…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario