miércoles, 15 de mayo de 2013

EL HOMBRE SIN LÁGRIMAS, parte 3.

 La Dama de Blanco


En la jurisdicción de Ekab heredó el gobierno alguna vez la mujer más brava, soberbia e insoportable de toda la región. Cuando su padre murió y tuvo que convertirse en la Halach Uinik, Amankaya era impulsiva, en ocasiones violenta, parlanchina hasta reventar y siempre esperaba que las cosas se hicieran a su manera, o más bien a su capricho. Tenía una enorme fascinación por la caza y las joyas, y un secreto desprecio por sus súbditos, que la convertían en una persona frívola, grosera y perezosa. Pero no todos le iban a tener la paciencia infinita que le profesaban sus padres, y, hartos de los golpes en la cabeza que les propinaba su señora con su cetro de maniquí cuando algo no le parecía, sus acompañantes en una tarde de caza la abandonaron a propósito en mitad de la selva, a sabiendas de que no le pasaría nada, e iba a regresar. Una vez que estuvieron en el templo ceremonial fingieron que Amankaya se había alejado del grupo y que estaban preocupadísimos por no haberla encontrado.

Entretanto, Amankaya sabía en efecto cómo regresar a casa y no tenía miedo, de lo cual fanfarroneó a pesar de que no tenía más interlocutores que un par de iguanas. Pero, de pronto, mientras cazaba un venado, percibió entre la espesura de las plantas perennes lo que parecía un mono araña que emitía ligeros chillidos. Pensó que tal vez podría añadirlo a su colección de mascotas, pero al acercarse descubrió que no era un mono, sino un niño de aproximadamente tres años. Era pequeño y delgado, y estaba aterido de terror. Amankaya se sintió conmovida al ver a la pobre criatura perdida, y le preguntó qué estaba haciendo allí. El niño, con su lenguaje deficiente, le explico a Amankaya que se llamaba Bej, y que estaba jugando con sus hermanos, pero se alejó de más y terminó extraviado. Amankaya entendió también que vivía en la costa, y pensó que para ella no sería nada difícil regresarlo con su madre. Lo tomó de la mano, y lo condujo sin problema a la orilla del mar, donde el niño sonrió de oreja a oreja al reconocer su aldea. Al mirar abajo y ver la carita sonriente que Bej le regalaba, sin un ápice de malicia y sin necesidad de un motivo mayor que la perspectiva de volver a su hogar, nació un calor en el centro del corazón de Amankaya que nunca había experimentado. El pequeño le señaló una choza, rota por todos lados y manchada de lodo, y corrió hacia ella. La madre escuchó a su hijito y salió a recibirlo, y para agradecerle a la amable muchacha que se lo había regresado, le ofreció una bebida sencilla. En el interior de la choza, Amankaya descubrió un grupo de niños de diferentes edades, igual de famélicos que Bej, y se sintió sobrecogida una vez más, en especial al ver cómo se alegraban de tomar las simples viandas que su madre les extendía. En lugar de compadecer su pobreza, ella fue la que se sintió miserable. Tuvo una especie de epifanía, en la que pudo verse a sí misma desde la distancia, exactamente como era. Comprendió que a pesar de su situación privilegiada, el amor de su familia, la educación exquisita y las riquezas que ostentaba, nunca se le daba gusto con nada, ni le había encontrado la verdadera utilidad a su alto rango. 

Pasó toda la noche caminando y reflexionado en la arena blanca, sobre las muchas bendiciones que le habían otorgado los dioses y las verdaderas responsabilidades que pesaban sobre sus hombros. Cuando volvió al día siguiente, sus hermanos, los bataob, reunidos para una junta de consejo importante, ya estaban a punto del colapso nervioso. Ella no sólo los tranquilizó, sino que se disculpó por haber tardado, ante lo cual ellos se quedaron de una pieza. Era sólo el principio de una profunda transformación.

Amankaya siguió siendo extravagante, iracunda e insufrible, pero trabajó como nunca en un programa a favor de los desvalidos, accedió a casarse con el jefe Ikal, acto que consolidaría importantes lazos comerciales y diplomáticos en el Imperio y se decidió a pasar más tiempo con sus hermanos y su madre, para los que organizaba espectaculares fiestas a menudo. También visitaba a su amiguito Bej y su familia, aunque durante muchos meses tuvo tanto trabajo que no pudo ir a la playa a pasar un buen rato con ellos. Cuando al fin pudo volver, no encontró la choza de Bej. Le preguntó a una anciana que descansaba sobre una roca si sabía lo qué había pasado, y ésta le explicó que todos habían muerto. La madre falleció durante un ataque de un grupo enemigo, y sus niños, que quedaron a cargo de una tía, se fueron consumiendo uno a uno por el hambre y la tristeza. Bej había muerto al último, apenas unos días antes de que Amankaya volviera. 

Después de eso, Amankaya abandonó la suntuosidad de sus vestidos y sus costumbres, y decidió ir siempre de blanco y sin adornos. Se volvió prudente, pacífica, amable y, al paso de los años, sabia. Ayunaba con frecuencia, ya no tenía excesos de ningún tipo, y había filas enormes afuera de su palacio, porque la gente quería su consejo antes de tomar decisiones. En lo que más destacó Amankaya fue en su labor humanitaria, que efectuaba la mayoría de las veces en persona. Fue muy célebre en todas las jurisdicciones, conocida con el sobrenombre de la Dama de Blanco.

Su fama había llegado mucho más allá de las fronteras, y Atzin escuchó desde niño las leyendas de la bondadosa y fuerte halach, incluida su misteriosa desaparición, que ocurrió más o menos cuando él iba al Calmecac, y que tenía vueltos de cabeza a los mayas, quienes excedían esfuerzos tratando de encontrarla. Siempre oyó que la describían como una mujer atlética e inteligente, con la determinación de un guerrero y el corazón de una madre, elegante, aunque sobria, e imponente incluso ante sus enemigos. Cuándo demonios se iba a imaginar Atzin que la anciana sucia que tarareaba frente a él, despatarrada en el piso, con la cara llena de pulpa de mango y que se espulgaba los piojos, era la mismísima reina Amankaya.  

Tras recuperarse del aturdimiento y el dolor de cabeza, Atzin trató de comunicarse con ella, pero no se entendían… en muchos niveles. Después de varios intentos fallidos con señas y ruiditos, Atzin decidió dibujar algo, que indicara que él venía en paz de la lejana Tenochtitlán y lo único que quería era volver a casa. La mente de Amankaya estaba muy confundida, y, también por medio de dibujos, muy bellos por cierto, lo cual delató su nivel educativo, expresó lo que ella firmemente creía: que Atzin era el pequeño Bej perdido en la selva, y que con mucho gusto y amor lo llevaría a su choza en la playa. 

Atzin comprendió, porque conocía la historia de Bej, que se trataba de la gran jefa perdida, y un conflicto ético se apoderó de él: ¿debía regresar a la buena mujer que le salvó la vida con sus angustiados hijos, esposo, hermanos y súbditos, como él hubiese soñado que le regresaran a Meztli y al hijo que iban a tener, o informarle al tlatoani, como era su deber profesional, que tenía a su merced a un personaje amado por el pueblo rival, con lo que podría manipularlos? Su conciencia no podría soportar ver a la admirable Dama de Blanco convertida en pozole para rey, o en un objeto de chantaje político, pero ocultarle un dato tan valioso al tlatoani podía costarle muy caro…


No hay comentarios.:

Publicar un comentario