Era sábado a la noche, y me
acababan de pagar la quincena, así que me dije: “¿Por qué demonios no te lanzas por unas chelas con el Morris?” Como,
a pesar de que era pésima idea, no había nadie que la objetara, le llamé al
Morris, y allí estábamos, diez o quince minutos después, en el viejo auto que sus padres le regalaron en la
prepa y al que tantas quemaduras de cigarrillo le había infligido yo en su
pobre asiento trasero. Después de un par de cuadras propuse osadamente que condujera
hacia Le Champignon, ese restaurante donde cobraban todo ocho veces más caro de lo que en realidad valía,
porque al parecer ese es el impuesto oficial por ponerle nombre francés a tu
changarro. Pero así me sentía en ese momento: pretenciosa y despilfarradora. El
Morris me reclamó que no le hubiera dicho nada, porque así se habría acicalado
un poco más, y tenía toda la razón, porque gracias a su facha de Charles Manson con el guardarropa de Elton John, no nos dejaron pasar. Entonces fuimos a cualquier bar de los que
había en la misma avenida. Morris se encontró a un amigo de la facultad, y
empezaron a debatir, o para ser más precisa, a lanzarse mutuamente bloques de
plomo entre filosóficos y cantinflescos, y yo me sumí en un profundo sopor.
No sé si por eso me quedé dormida
o si me dieron una cerveza adulterada, pero de repente había una mujer con la
cara muy redonda y morada en lugar del Morris. Me preguntó: “¿Usted, quién es?”, y yo no supe qué
contestar, porque a decir verdad todavía hoy no tengo idea de quién soy, y
luego cruzó la pierna en un ademán que no distinguí si era cursi, elegante o un
síntoma de la enfermedad de Huntington. A continuación, caí en la cuenta de que
todo el antro estaba vacío, y yo estaba a merced de la mujercita púrpura. “O yo estoy a merced de usted, depende de
cómo lo mire”. ¡Carajo!, encima sabía leer el pensamiento. “Tú también estás leyendo mi pensamiento, tonta”.
Era cierto, el delicado esperpento no movía la boca, yo podía escucharla… y al
parecer ya había tomado suficiente confianza como para tutearme. “¿Qué mayor
confianza que estar flotando en las mismas aguas, no crees?”. Puso su mano sobre la mía, e inesperadamente
me sentí confortada, como si estuviera con una amiga de toda la vida. Le inquirí
si sabía qué había pasado con todos, y por qué estábamos juntas, pero resultó
que manejaba la misma información que yo. Decidí marcharme a mi casa, simplemente porque supe que era el momento adecuado, y ella me despidió con una frase que no
logré recordar hasta meses después.
Desperté en mi cama, con una
espantosa resaca, y el Morris a un lado. “¿Por
qué con el Morris?”, pensé, con la esperanza de haber usado protección, o
Dios sabe qué engendro surgiría de dos bichos como nosotros. Desde luego, nunca más salí con él, y él nunca
me dirigió la palabra.
Semanas más tarde, fui a comer a
casa de mis padres, y como ya no había otra cosa que contar, decidieron
confesarme que yo tenía una gemela, pero nació muerta. Durante algunos días,
conviví con su cadáver en el vientre, hasta que se dieron cuenta y practicaron
la cesárea de emergencia. Cuando la sacaron, tenía la cara violácea y abotagada
por la insuficiencia pulmonar que la mató. Fue muy traumático para mis padres,
y por eso decidieron no contármelo, hasta aquel momento.
Desde luego, a partir de entonces
no dejé de pensar en mi ensoñación etílica, ¿Acaso me había comunicado en
espíritu con mi hermana? ¿Era un recuerdo del vientre? ¿Una premonición de lo
que mis padres planeaban revelarme pronto? ¿Simple coincidencia? Nunca sabré la
respuesta, pero por lo menos sé lo último que me dijo ella en aquel insólito
sueño: “Nos volveremos a ver”.
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