miércoles, 22 de agosto de 2012

EL EFECTISTA. Parte 2

Ilusiones baratas.

A Martina le fascinaba meter sus narices en los asuntos ajenos. Usaba la información que pescaba para chismear con quien fuera y en todo lugar, pero principalmente hacía esto para justificarse a sí misma su propia existencia. Sin duda, el no dedicarse a algo trascendente le garantizaba una enorme superioridad moral sobre aquellos que se atrevían a vivir la vida, con todo y sus espeluznantes consecuencias. Nunca se interesó más en distribuir y engordar una noticia como cuando comenzaron a pasar cosas raras en su cuadra, que ella atribuía a manifestaciones del demonio invocadas por las decisiones de sus vecinos.
        
La primera vez fue cuando Memo tenía examen de matemáticas al día siguiente, para el cual no había estudiado. Esa no era suficiente razón para cancelar su sesión nocturna de juegos en el celular debajo de las cobijas. Ya eran las dos de la madrugada, y seguía matando zombies que clamaban por cerebros frescos, cuando, de repente, sintió un golpe debajo de su cama. Se detuvo un momento, pero luego pensó que había sido su imaginación, o un movimiento suyo. No obstante, los golpes continuaron, primero espaciados, después insoportablemente fuertes y constantes. La cama casi se levantaba del piso. Memo, aterrado, pero aún con la esperanza de que fuera su hermana o el perro, se asomó debajo de la cama, pero no había absolutamente nada más que sus tenis y muchas pelusas. Se tropezó con las cobijas varias veces al precipitarse a la recámara de sus padres. Al otro día no había evidencia de nada que pudiera provocar algo así. 

La siguiente noche, José y Flora se escurrieron en el callejón que estaba junto a "El Chupirul" para surtirse con el dealer de la zona. Ya en casa, se acomodaron en los grandes cojines de la sala, para gozar el fútil deleite de sumergirse en las suaves aguas de la vacuedad. De repente, tocaron a la puerta. Cuando José abrió, del otro lado estaba Olimpia. Su anatomía de tres metros seguía hecha de fierro, madera y plástico, pero ahora respiraba con fuerza, haciendo subir y bajar su pecho, y su cabello de cables rotos ondeaba como si estuviera debajo del agua. José pegó un grito agudo y cerró la puerta, para ponerse hecho un ovillo en un rincón de la sala. Flora, por su parte, ya se había quedado dormida en la mesa de centro.

Una bella mañana de verano, aparte de su estreñimiento, Mrs. Conway tenía que soportar el incesante parloteo de Martina mientras intentaba hacer sus necesidades en un baño público. Martina hacía lo propio, con más soltura, en el retrete de al lado, mientras aseguraba con fuerte voz que "Memo estaba atormentado porque sus padres no vivían en santo matrimonio, mientras que los gritos de espanto de los artistillas viciosos en mitad de la noche... esos simplemente no le sorprendían". Mrs. Conway pensaba que eran meros prejuicios de una vieja ignorante sobre dos parejas que a ella le parecían decentes, agradables y totalmente inofensivas. Aún rumiando insultos en inglés para el fanatismo religioso de su vecina de calle, y, más recientemente, de excusado, llegó Conway a su domicilio más tarde. No obstante, esa noche empezaría a preguntarse cual de sus pecados sería el que provocaba los asquerosos sonidos de animales que reptaban en el piso de su cocina, y que eran sustituidos por el más absoluto silencio en cuanto ella se incorporaba en su cama.

Cosas parecidas, como sombras, sonidos, golpes e imágenes perturbadoras continuaron presentándoseles a todos en la calle Farol, sin que hubiera rastro de su procedencia, por lo que también se hablaba de patrañas como un embrujo o espíritus chocarreros. Martina, con el tiempo, se había unido a esa última teoría, porque de seguir con su postura del castigo moral, ella hubiese salido peor parada que nadie. Sobre todo cuando amaneció muerta, con el cuello destrozado y un rictus espeluznante grabado en los restos de lo que solía ser su cara. Justo el día anterior, le había comentado a la señora Conway y a otros vecinos que estaba segura de que una bestia acechaba su casa, sensación que compartían muchos. Pero, aunque el esposo de Lorna salió varias veces esa misma noche a revisar si se trataba de un verdadero animal, no encontró, como de costumbre, rastros de ningún tipo. Lo que en aquellas personas era un miedo moderado, y fastidio por el insomnio ocasional, se convirtió en terror. 

CONTINUARÁ...

Vanessa Guízar Marín, 2012

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